Cuando los dioses se equivocan

El hombre corría de un lado a otro por la casa, buscando algo, al parecer su cabeza, porque quien lo viera pensaría que estaba loco. Iba vestido con traje y corbata. En el pelo ya empezaban a hacer mella los años, un atractivo hombre de unos 55 años, de negocios por su manera de vestir.

-¿Dónde he puesto el informe? –se decía a sí mismo gritando, corriendo de un lado a otro. –Se me va a hacer tarde, Dios mío.

Sonó el timbre de la puerta.

-Lo que faltaba –dijo suspirando. –Hoy no llego a la reunión.

Fue hasta la puerta y abrió. No pudo más que abrir los ojos como platos y la boca como un buzón al ver al individuo que se alzaba ante él, luego soltó una sonora carcajada. Al ver que el hombre seguía allí se puso rojo como un tomate.

-Perdone usted. Es que no sabía que hoy era carnaval. –Volvió a reírse, no lo pudo evitar.

Y razones llevaba para hacerlo. Aquel hombre iba ataviado con una túnica con capucha que no dejaba ver su rostro, y en su mano derecha llevaba una guadaña, vamos, disfrazado de Muerte.

Con cierto tono burlón, el hombre de negocios preguntó:

-Bueno, ¿y qué desea? ¿Quién es usted? –frunció el ceño.

-Soy Caronte –la voz gutural que emergió de la garganta del individuo eliminó cualquier atisbo de gracia que había en el rostro del hombre trajeado.

-¿Ca… Car… qué? – inquirió nervioso, casi temblando.

-Caronte. A ver si nos culturizamos un poquito, mucho traje y luego no sabes quién es Caronte.

La cara del hombre era un poema, era una expresión de terror mezclada con desconcierto. Al ver que seguía sin saber quién era, Caronte volvió a tomar la palabra:

-¡Vengo a llevarte al otro barrio, coño!

El hombre volvió a recobrar la compostura.

-¿Me está diciendo que usted es la muerte? Vamos hombre, déjese de bromas, tengo mucha prisa.

-Bueno, no es que sea la muerte. Yo sólo te cruzo, no decido cuando te mueres. Y más prisa tengo yo, a ver si se ha creído que me paso el día con los brazos cruzados. Si hay alguien que no va a sufrir la crisis ese soy yo. Hala, andando –cogió al hombre del brazo estirando de él. Luego lo miró a la cara. –Espero que tengas el óbolo, sino te toca vagar cien años por ahí.

-¿Pero qué hace? –miró a Caronte reprochándole aquel acto, estiró para dejar libre su brazo. -¿Qué óbolo ni que leches?

-Oiga, hablo en serio. Hoy se tiene que morir usted, y yo no puedo perder el tiempo.

-Que yo no me puedo morir hoy, que tengo una reunión importante, a la cual llego tarde. ¡Que no, leches!

Caronte cogió al hombre en brazos y éste empezó a patalear gritando:

-¡Suéltame, suéltame!

-Si no quiere por las buenas, será por las malas.

-Que no, que debe ser un error, le digo que yo no me puedo morir hoy.

-Que no hay ningún error, que me lo han comunicado las Parcas a primera hora de la mañana.

El hombre seguía gritando y pataleando.

-Bueno, bueno… -dijo Caronte con piedad. –Hagamos una cosa: llamo a las Parcas para ver si hay algún error. –Dejó en el suelo al hombre y se metió una mano en el bolsillo buscando algo. Sacó un móvil y marcó un número, se lo puso en el oído. Tras un rato sin palabras miró el móvil.

-Perdone, se ha quedado sin saldo. ¿Podría usted dejarme el suyo?

-Sí, claro –el hombre metió la mano al bolsillo del pantalón, sacó el móvil y se lo tendió a Caronte.

-Gracias –volvió a marcar. Se escucharon tres tonos, al cuarto contestaron. Se oyó una voz fina. –Sí, ponme con Átropos, por favor. –Silencio. –Hola. Que mira, que estoy aquí con el señor al que le has cortado el hilo esta mañana y dice que no puede ser. –Caronte asentía con la cabeza. –Vale, espera. –Tapó el móvil con la mano y se dirigió al hombre. –¿Usted se llama Rubercindo Vaquero Valiente?

-No, no, de ningún modo. ¿Cómo voy yo a llamarme así? –había ofensa en su tono de voz y el ceño fruncido lo corroboraba. –Yo me llamo Rubercindo Vaquero Alegre.

-Ah –dijo Caronte a modo de disculpa y se puso el móvil en el oído. –Oye, Átropos, que de segundo se apellida Alegre, no Valiente. Ajá, vale, ha sido error mío, lo siento. –Colgó y le devolvió el móvil al hombre, cuya cara de estupefacción era chistosa. –Que me he equivocado, no es usted.

El hombre suspiró aliviado.

-Menos mal, pensaba que no podría ir a la reunión.

-Bueno, pues como todo ha sido culpa mía lo acerco a la oficina. Llevo un Mercedes CLK, llegaremos pronto.

-¿No se supone que Caronte va en una barca? –inquirió el hombre receloso de que le estuviera tomando el pelo.

-Bueno, sí. Pero eso era antes –explicó Caronte con naturalidad. –Debemos ir modernizándonos. La vida cambia y a uno le gusta ir a la última.

-Está bien. –El hombre volvió a fruncir el ceño intentando recordar algo. -¿Cómo ha dicho que se llamaba el hombre que debe morir?

-Rubercindo Vaquero Valiente –dijo sin dar importancia.

El hombre esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

-Pues si no me equivoco ese es mi jefe. –Cerró la puerta de su casa y ambos bajaron la escalera.

domingo, 1 de julio de 2012 en 7:29 , 0 Comments

Eternamente tuya

 (Se recomienda escuchar la canción "Vengeance is mine", que tenéis en el reproductor de la derecha, mientras se realiza al lectura de este relato)

Caminaba despacio, detrás de la negra muchedumbre. Su mirada estaba perdida, únicamente miraba el ataúd de vez en cuando con un nudo en la garganta. Su rostro demacrado reflejaba tristeza, tormento, un rostro sin vida con unas notables ojeras por las que ya no corrían lágrimas. Ya no podía seguir llorando aunque la angustia era tal que la carcomía por dentro.

Levantó despacio la cabeza para mirar al cielo, un cielo negro, negro como la muerte.

A la procesión acompañaba una melodía de llantos, unos más exagerados que otros; susurros; lamentos...pero estaba segura de que nadie sentía tanto aquella muerte como ella.

Miró a su marido, era uno de los que portaban la caja fúnebre. Maldito cabrón, quedaría impune. Ella apretó los puños, se arrepentía, se arrepentía de la decisión que había tomado en el último momento. Treinta años de maltrato para terminar así, lo que ella, equivocadamente, pensaba que era su única salida.

Desgraciada hasta el último instante. No, no había último instante, su desgracia continuaba. Dividida en dos: su cuerpo sin vida en la caja de madera y su alma errante vagando por este mundo. ¿Qué haría ahora? Permanecer al lado del que, indirectamente, había sido su verdugo.

Nunca debío haber rasgado las venas de sus muñecas con aquella cuchilla, nunca debió haber tomado el camino "fácil". Ahora todo era más complicado. ¿Por qué no lo denunció? ¿Por qué fue tan cobarde hasta el punto de llegar a quitarse la vida por aquel otro cobarde?

Cerró los ojos, luego miró al ataúd y después a su marido. Ahora la eternidad los unía.

Allí nadie la veía. ¿Quién tomaría justicia por ella?

Se acercaban a darle el pésame a su marido. Qué buen actor era.

Ella había cometido la estupidez de quitarse la vida, hecho por el que su alma pagaría eternamente. La muerte no fanalizó su camino, el calvario seguía.

 Cuando todos habían dado el pésame a su marido ella se puso enfrente de él.

 -Seré eternamente tuya, como tú siempre quisiste. Mi infierno continúa y comienza el tuyo -sonrió de medio lado.

jueves, 7 de junio de 2012 en 9:59 , 0 Comments